2 de julio de 2011

Apuntes para la novela (Azul como tus ojos)


Capítulo 01: Las casualidades huelen a lluvia.

Caían a dispar           
Con el más bello compás
Gotas de lluvia          

Recuerdo la primera vez que vi a Raquel. Fue en uno de los momentos más difíciles de mi vida cuando nos cruzamos. El verano siempre pasaba a saludarme con la nostalgia del pasado, a lograr que me preguntara dónde había guardado las esperanzas del futuro o si se me habían perdido o robado en una de mis múltiples mudanzas. Mi lugar en el mundo era confortante, pero comparado a las ansias con las que viví la juventud me sentía defraudado. Pero no debería detenerme en mi vida cuando es otro el asunto que me ocupa.
Yo buscaba entre las librerías de viejo algún poeta versado para inspirarme. Me gustaba perder el tiempo los viernes después del trabajo rebuscando entre las librerías, oliendo la sabiduría que algunas veces queda olvidada tras varias capas de polvo. Conocía también el recorrido y las estanterías tanto como me conocían los vendedores. Algunas veces me apartaban libros, otras me miraban con un poco de pena mientras le decían al viento que no tenían ninguna novedad, que pasara la próxima semana.
La tarde pasaba. La lluvia era lo único que parecía diferente ese viernes. Las personas iban y venían con las mismas ansias y prisa que siempre, sin detenerse a mirar el mundo por un segundo. Siempre he tenido la costumbre de mirar a los ojos a las personas con las que me cruzo y especialmente ese día parecía que mendigaba una mirada entre multitudes de personas que pasaban con rapidez para no mojarse, como si la lluvia les recordara que viven, que están ahí; que el mundo existe y que hace falta detenerse y ladear un poco la cabeza para que las gotas de lluvia te cuenten su historia y la del mundo y que esos recuerdos tienen también una vida igual que las suyas, que no deben ser evitados. Después de todo, nadie se había derretido con la lluvia, o al menos, no hay registro de ello.
Doblé la esquina para dirigirme al metro. Ahí fue cuando la vi. Raquel caminaba bajo la lluvia del verano con su paraguas amarillo y una gabardina gris. Por primera vez aquella tarde, alguien me regresó la mirada. Pero su mirada no venía sola, no hizo falta más que ella e intuir que venía de un cuerpo que se erguía tan solo, resguardándose de las gotas de agua, para dejar atrás la etiqueta de extraños y dar paso a conocernos.
Nos detuvimos ambos mientras y la molesta gente serpenteaba para continuar su camino. En ese momento no supe que fue lo que me llamaba tan atentamente, pero podía sentir las vibraciones que resonaban con el intercambio de miradas. Sentí la conexión inmediatamente y con esa mirada nos dijimos mucho más que en todo el tiempo que nos conocimos.
Camine al lado de ella y tomó mi brazo. Los paraguas chocaban y entre los toques se originó una pequeña cascada que desembocaba en nuestros brazos entrelazados, pero el frío del agua no se comparaba con el calor de su mirada. Sin pensarlo, nos conducimos mutuamente a resguardarnos en un café cercano. Adentro el olor tostado del café se mezclaba con el gris de la lluvia, dándole una sensación bastante peculiar a tu olfato. Pedimos dos espressos y nos sentamos cerca de la ventana. Una sonrisa se dibujó en tu rostro cuando viste correr a un anciano bajo los tejados, intentando resguardarse de la lluvia.
Esa es la mejor imagen que guardo de ella. El piano de Tord Gustaven sonando de fondo, unas gotas de lluvia resbalando desde sus cejas, su nariz tan colorada como sus mejillas, unas cuantas pecas espolvoreando el contorno de sus ojos y el filo de sus dientes dejándose entrever en su sonrisa.
– Dicen que las cosas buenas no caen del cielo. – Empezó a decirme tras dejar de soplar tan gentilmente al café. – Pero entonces, ¿La lluvia qué? ¿Acaso hay personas arriba que tienen la paciencia de gotear agua tanto tiempo?
– Lo bueno está en lo inesperado. – Solté tras titubear unos instantes. – Nunca sabes cuando en la siguiente esquina encontrarás algo que te cambiará por siempre. – Y mi propia sonrisa delató que pensaba en ella al momento de decirlo.
La lluvia se veía inagotable desde la ventana. No pude evitar imaginarme a viejos con su bastón y su barba larga y gris derramando gota a gota el agua de la lluvia. El verano había llegado la semana pasada, tan puntual a su cita, queriendo lavar todo resto del calor de una de las primaveras más sofocantes en la ciudad. No podías saber que tanto había avanzado la tarde porque ni siquiera el sol atrevía a asomarse entre las nubes cargadas de lluvia.
– Entonces, tú debes ser de aquellos que no creen en el destino. – Volvió a hablar tras darle un sorbo al café. – Bien por eso. A mí me parece la charlatanería más grande. Es cierto que toda acción tiene consecuencias, pero las decisiones y la moralidad existen porque no somos seres condicionados a una sola respuesta. Todos nosotros decidimos lo que hacemos, aunque esperemos que de una casualidad salga uno de los mejores recuerdos.
– Las casualidades suelen ser las que más pesan en nuestra vida. Las decisiones idealmente se toman pensando en las consecuencias. Pero una casualidad, siempre parte y va hacia circunstancias inesperadas.
Y volvió a sonreírme al ver que pude entender el mensaje oculto entre sus palabras. Ese día hablamos entre varios cafés. Le dije mi nombre y me dijo que se llamaba Raquel. Estudiaba Artes Visuales y se había quedado atrapada entre la lluvia cuando compraba materiales para la siguiente semana en la escuela. – La belleza está a unos golpes de pincel. – Me dijo. – La belleza se esconde en el lienzo en blanco. O a la vuelta de la esquina como dices tú. Hay veces en las que tras unas pinceladas todo parece revelarse ante mis ojos. Otras, el arte sólo está ahí para que lo contemple, con una eterna sonrisa, tomando un café en una lluviosa tarde de viernes.
– ¿Es tan antiguo como parece? Me recuerda a los que usaban mis profesores en primaria. – Raquel no pudo evitar meter la nariz dentro de mi portafolio, sólo para confirmar entre listas, exámenes a medio calificar y libros de física y de docencia mi profesión. Por aquél entonces llevaba cinco años enseñando en una escuela secundaria cercana al centro de la ciudad. En las noches, trabajaba en el Observatorio, a dos horas hacia el sur, por lo que la mayoría de mi tiempo lo gastaba leyendo. Me gustaba escribir poesía, aunque nunca fue lo suficientemente popular como para ser publicada.
Entre el leve rumor de la lluvia, el jazz amenizando el café y la plática que siempre tomaba rumbos inesperados, nos volvimos el vivo ejemplo de una dulce casualidad. Desde ese momento nos tratamos como dos grandes amigos. Por el trabajo nunca había podido tener una relación con la calidez que me brindaba Raquel. El tiempo y la distancia habían creado barreras entre mis grandes amigos que a mis treinta años no estaba dispuesto a saltar. Con ella, fue diferente. Sabía que algo nos había atraído y acercado, que ambos vimos lo mismo en el otro, aunque en distinto ángulo. En ese momento me relajé pensando que nuestros cuerpos habían conseguido la química que hace falta para enamorarse, aunque no supe que algo más allá de los límites humanos nos había entrelazado de formas que ni siquiera soy capaz de imaginar.
A las primeras señales de la noche, ambos tomamos caminos diferentes. Yo al sur y Raquel al norte, pero añorando la intersección de los puntos cardinales. Por qué negarlo, me había enamorado de ella. Raquel era la compañía, la curiosidad y la inspiración que yo había perdido junto con la juventud. Un beso en la mejilla y un abrazo dejaron para siempre su perfume y calor en mi rostro. Incluso hoy sigo acariciando mi mejilla para recordarla.

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