La noche y la ciudad
Me despido. Al salir de casa de Loreli, me encuentro a su madre, quien menciona lo guapo que estoy. Tras intercambiar unas frases (qué tal el trabajo, gracias por la invitación, recibiste tu llavero, como te va en la escuela), Karen y yo bajamos tres pisos de escaleras para volver al nivel natural del suelo.
Son las 8 de la noche, Avenida del Taller número 791 de la colonia “Jardín Balbuena”. Los grillos y otros animales nocturnos chirrían. Yo recuerdo haber leído sobre una fórmula para calcular la temperatura de acuerdo al número de cantos por minuto. Pero no es necesario; sé que es una noche de febrero fresca, solitaria, que son las 9 de la noche y que el metro más cerca es Velódromo, que Karen me acompañará y que si no, probablemente me perdería en estos rumbos aventurados para un sureño como yo.
Caminamos por la solitaria noche de una ciudad engentada. El timbre de celular produce un eco a lo largo de la noche, que no disturba a los animalitos (sí, ya voy para allá; ajá, sí, dile a mis papás que ya cené, a ti que tal te fue, ajá, que bueno, nos vemos cuando llegue, cuídate). La conversación es tribal, las risas tribales, los gestos inútiles. Tomamos el metro (Velódromo, línea café, dirección Tacubaya), recuerdo que son tres estaciones para llegar a Chabacano, y recuerdo que nunca había la había visto de noche en estos lugares.
Ella, la ciudad, es como el rostro de un esquizofrénico. Nunca sabes cuándo, dónde o por qué, pero siempre te sorprende. Sobre todo de noche, cuando puedes adivinar qué casas están realmente habitadas con las luces incandescentes. Hago memoria para contar las veces que he estado de este lado de la ciudad, las que me he subido en este metro, las que he visto su panorama desde las vías elevadas. Todas son muy pocas, como la gente del vagón. Todas esporádicas y esparcidas, como la gente en el vagón. Quizá los viajeros representen momentos de nuestra vida, y en este caso, representen mi desconocimiento por esta parte de la ciudad. Quizá hay que prestar atención en la conversación. Quizá es cuándo reírse. Quizá.
La noche y la ciudad, son dos caras de la misma moneda. Una hecha para la otra. Una hecha a través de la otra. Recuerdo los amaneceres en Nueva York, ver la luz subir y a través el Empire State. Recuerdo ver a la izquierda, a la derecha y arriba y ver siempre edificios. La ciudad de México es distinta: su crecimiento horizontal en algunas partes y vertical en otras (como el esquizofrénico), alienta la imaginación y permite ver vistas tan distintas según el lugar donde te encuentres y a donde mires.
Chabacano: bajar, caminar, subir, despedirme (cuídate, sí, a ver si nos vemos el lunes, sí, yo le digo, ok, salúdame a tu hermana, besos); abordar el metro, dirección Taxqueña y como si la metáfora siguiera siendo pertinente, ahora más gente me acompaña en el vagón. Conversaciones indistintas, risas, olor a yogurt, vagoneros, la ciudad.
Tlalpan es otra avenida casi tan diversa como ella. De un lado y del otro es diferente, de una estación del metro a otra. De una puta a otra. Cada puta es, incluso, diferente, a pesar de ser iguales (casi tanto como los vagones). Y el esquizofrénico otra vez, confirmando la metáfora.
Ella. El metro, sus venas. Comunica lugares tan diversos como el cine y las putas, como mi casa y la de Loreli, como mi pasado, mi presente y mi futuro. Quitar la vista de la avenida (coches, una patrulla, gasolineras, gente que pasa, pasos a desnivel) y posarla en el lineal mapa de la línea. Cada estación es una historia, contada o por vivir. Cada estación es una pérdida, un reencuentro, un deseo, una búsqueda y un chascarrillo.
Y las venas, que transportan a la gente dentro de ellas. A ti, a mí, a él, a ella; a mí. Los vagoneros son los mismos. Nosotros somos los mismos y llegar a General Anaya es lo mismo de siempre. Esperar a que salga el camión, dentro de la noche, sobre la ciudad, cuando el metro pasa, color naranja, sin advertir lo que sabe de nosotros, siendo el mismo de siempre.